Breves notas de mi vida


Escrito en mayo del 2000, como una tarea de la formación en Sexología educativa. Tiempos gratos para mí entonces. En la foto, con compañeras y un compañero de la formación.

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BREVES NOTAS DE MI VIDA
Por Alejandra Zúñiga R.
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Para mí el ser mujer es una actitud ante la vida. Actualmente me vivo como mujer. Tengo 33 años, mido 1.60 y peso alrededor de 68 kg. Estoy tratando de bajar de peso. Mis características físicas me hacen ser muy pasable. No soy una belleza estereotipada, pero estoy a gusto con muchas de mis características y creo que soy bonita, una belleza común, pero me gusta.
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También tengo una voz muy pasable, obtenida a base de práctica. No he recibido asesoría profesional al respecto. Fue un aprendizaje un tanto accidental, por ensayo error, pero los resultados han sido extraordinarios en opinión de mis amigas y de mis amigos.
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Soy pasante de psicología y pronto espero titularme, pronto también terminaré mi formación como sexóloga educadora y pienso continuar con una maestría. Tuve la fortuna de ser una de las fundadoras del grupo Eon, Inteligencia transgenéricas y actualmente me desempeño como la Coordinadora de Salud preventiva del grupo.
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1996, el año en que se funda EON, fue un año extraordinario para mí. Fue el año en que me independicé de mi hogar paterno-materno, cambié de trabajo, cambié de domicilio, cambié de amigos y amigas.
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Entré en contacto con la comunidad lesbico-gay. Conocí a mi pareja, con la que comparto mi vida, conocí a las maravillosas personas que darían forma a EON, mis amigas y amigos, que se constituirían al paso del tiempo en mi nueva familia. Fue el año en que empecé por fin, a vivirme como mujer.
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Nací en 1966 en la ciudad de México. Fui un tanto enfermiza en mi infancia, tuve problemas de asma y de lenguaje, empecé a hablar alrededor de los cuatro años, y según dicen desde entonces no he parado de hablar.
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En ese entonces me percibía como niño, quizás un niño poco común, un tanto tímido, un tanto raro por sentirme ajeno y refugiarme dentro de mí misma y de mis fantasías, fantasías en las que siempre acababa vestida de niña. Lo cual me resultaba sumamente placentero, pero de alguna forma intuía que era algo malo, por lo que se constituyó en mi secreto, y fue hasta muchos años después en mi adolescencia que me atreví a hablarlo con alguien.
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En opinión de mi hermano, cinco años mayor, yo era un “llorón”, pues casi, invariablemente que jugábamos yo acababa llorando. Llegó un momento en que está situación me cansó y me hice el propósito de ser un hombre muy fuerte, y no volver a llorar, lo cual a la larga iría marcando las líneas de mi aprendizaje de la masculinidad.
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Llegué asociar el llorar y el tener sentimientos con mi parte femenina, que yo sabía que tenía que mantener oculta, en consecuencia la reprimí y me empecé a convertir en un pequeño racionalista. Que sin embargo, se recreaba en sus fantasías de autofeminización.
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Tenía más o menos esta edad cuando empecé a experimentar, usando las pantaletas de mi mamá o de mí hermana que encontraba en la ropa sucia.
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Para cuando tenía doce años, siempre que me quedaba sola en casa corría a la recámara de mi hermana a probarme su ropa, pasó poco tiempo para que acabara luciendo una vestimenta completa de señorita.
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En mi época de secundaría descubrí la masturbación accidentalmente, sé que tal vez resulte difícil de explicar, pero mi primera eyaculación la obtuve vestida de chica y apretando una almohada entre mis piernas. Para el mundo y para mi padre y madre yo era un chico común, un tanto introvertido, ingenioso, creativo, con un desempeño escolar promedio, a veces con mis altas, a veces con mis bajas.
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Me encantaba la clase de biología y creo que de ahí empecé a tener un gusto por una visión científica. Me empecé a cuestionar porque si se suponía que yo era un chico, me gustaba usar ropa de mujer. No me parecía bien y empecé a experimentar culpa, traté de dejarlo, pero siempre volvía a reincidir, lo cual me hacía sentir mal.
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Como adolescente, fui introvertido, poco sociable, un tanto solitario y muy idealista. Ciertamente yo no era un adolescente promedio. Me creé mi propia cosmovisión del mundo donde imperaba la lógica, la ciencia académica y un criterio de utilidad.
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Descubrí que lo que yo hacía se llamaba travestismo y lo llegué a considerar una enfermedad, que me llenaba de vergüenza, de culpa y de cuestionamientos. ¿Tal vez era homosexual?... pero no me gustaban los hombres. Eso resultaba un enigma.
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Me sentía maldita, debía de haber una razón por la cual era un varón que le gustaba usar ropa femenina en vez de ser una mujer. En parte eso me llevó a una búsqueda religiosa y a más sentimientos de culpa. Llegué a considerar que esto era una enfermedad de la cual yo tendría que encontrar la cura, pues no podía confiar en nadie, nadie debería saberlo.
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Como dije, fueron varías las ocasiones en que quise dejarlo, y en que prendí fuego a las prendas de las que tan difícilmente me había hecho. El fuego purificador me daba un sentimiento de liberación y la convicción de que me había curado, de que no volvería a reincidir una vez más.
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Sin embargo con cada día que pasaba mi ansiedad crecía y con ella la necesidad de volver a usar ropa femenina, después de una larga resistencia de tres meses, la más larga hasta entonces, desesperada volvía a conseguir ropa y me la ponía de inmediato, ahora sentía el efecto de bienestar que las ropas femeninas me proporcionaban.
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Más después, el viejo enemigo, la culpa, se volvía a presentar y en verdad me sentía miserable. Empecé a leer sobre el tema y a recopilar toda la información al respecto que caía en mis manos. Me había “desclosetado” con un par de amigas en la vocacional con quienes encontré cierta comprensión, pero al paso del tiempo salieron de mi vida.
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Tendría 18 años, cuando una fuerte crisis se presentó. Siguiendo mis sueños de la infancia y mi afición por la ciencia ficción quise aprender robótica y me inscribí en la carrera de ingeniería electrónica.
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No resultó ser lo que yo había esperado, empecé a sufrir un desgaste físico y emocional que me orilló a consultar por primera vez con una psicóloga acerca de mi travestismo. Algunas de las secuelas fueron que me empecé a preguntar por qué mi travestismo me parecía malo.
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Hasta ese momento me había parecido obvio, y sin embargo no lo era, pero hubo cosas lamentables como el que se enterarán en mi casa por una “indiscreción” de mi psicóloga. ¿Tal mal me habrá visto? y durante algún tiempo viví en un ambiente de reproches y de hostigamientos encaminado a que me mostrará y me expresara como hombre.
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Cualquier conducta o palabra que saliera de mi boca que tuviera el más remoto viso femenino era censurada particularmente por mi padre. Con el tiempo la “paranoia” de mi familia empezó a ceder y aparentemente a quedar en el olvido. Yo seguía consultando a otros especialistas.
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En mi familia asumieron filosóficamente que yo me había curado y no volvieron a tocar el tema. Los especialistas que consulté fueron varios así como sus recomendaciones entre psiquiatras y psicólogos. No me quejo del todo de aquellos y aquellas profesionales, hubo cosas buenas, y cosas fatales.
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Estuvo el psiquiatra que me cuestionó de forma un tanto burlona si quería operarme y ser mujer para tener una vocecita delgadita, en ese tiempo tal posibilidad me aterró.
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Yo me consideraba un varón, con un gusto por la ropa femenina, tratar de impostar la voz y considerarme femenina en mi intimidad era una cosa, pero de ahí a operarme, definitivamente no era lo que quería.
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Entonces el susodicho psiquiatra, acabó dándome consejos para que no tuviera relaciones sexuales ni con mujeres, ni con hombres y dándome la perspectiva de que si yo resultase ser homosexual lo que debía de hacer era mantener un celibato.
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¡Ah!, por cierto me recetó hormonas masculinas y antidepresivos. Con las hormonas mi voz se hizo más grave y mi espalda se hizo más ancha, traté de suponer que era algo bueno, después de todo yo era un hombre. Sin embargo, fue algo que lamentaría al paso de los años.
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Otra fue la psicóloga que me cuestionó ¿por qué no compraba mi propia ropa femenina en vez de tomar prestada la de mi hermana? esto me había acarreado algunos problemas en casa.
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Al principio me aterró la posibilidad de comprar mi propia ropa, temía que la gente pudiera enterarse y pensar mal de mí. Ella me hizo ver lo exagerado de mis miedos. No obstante que su consejo me motivó a comprar mi propia ropa, recuerdo que la primera vez que lo hice en un autoservicio.
Estaba muerta de miedo. Fueron unas pantaletas rosas y según yo para despistar compré otra serie de artículos que no necesitaba, pero que no pondrían en duda mi imagen social como varón.
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Con ella la experiencia fue más rescatable, pero también recuerdo que me sentí realmente estúpida cuando me sometió a una prueba de inteligencia, no fue la prueba en sí lo que me desagradó sino su actitud. Me sentí como bicho raro.
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Estuvo el psicoanalista con el que pasé varias sesiones en total mutismo, porque yo esperaba que él dijera algo y él esperaba lo mismo de mí. Claro que en ese entonces yo no sabía cuál era la dinámica del psicoanálisis que él no me aclaró tampoco.
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Estuvieron los terapeutas que probaron una terapia de sensibilización sistemática, esto era, que por condicionamiento y aprendizaje yo sustituyera mi práctica travesti por ejercicios de relajación. Me sentí escéptica, no dejé de ser travestí, pero aprendí a relajarme.
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En muchas ocasiones, si bien tales terapias no me dejaban un beneficio directo, si lo hicieron indirectamente, porque me permitieron el cuestionarme y cuestionar sus procedimientos.
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Reconozco que no todo el fracaso en ayudarme, fue culpa suya. Con el paso del tiempo entendí que aunque yo iba con tales profesionales, primero bajo persuasión familiar y después voluntariamente. Yo decía querer curarme y sin embargo, iba con la actitud de una oveja que va al matadero.
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Me costó trabajo entender que yo no quería curarme, que disfrutaba mucho mi travestimo y eran los sentimientos de culpa los que me hacían sentir mal y no en sí mi practica travestí, pero para que entendiera eso tendrían que pasar algunos años.
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A lo largo de mi vida mis fantasías habían evolucionado y en mi adolescencia se alternaban las fantasías en las que yo me veía como un chico heterosexual teniendo sexo con chicas, con aquellas en las que de una u otra manera acababa como chica.
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Cuando tenía alrededor de 18 años empecé a tener fantasías en las que yo me vivía como mujer y tenía un novio con el que compartía momentos románticos, esto me causaba alguna inquietud, pues yo no me consideraba homosexual.
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Con el tiempo me percaté, que el galán que me acompañaba en mis fantasías no tenía rostro, no era o correspondía con una persona real, era solo un accesorio más que me permitía cumplir con un rol estereotipado como mujer.
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En un par de ocasiones dejándome llevar por idealizaciones de ser un hombre autosuficiente dejé mi casa paterno-materna y viví en casa de familias amigas mías. La primera vez regresé por motivos familiares, la segunda, fue por crisis personal. Había tratado de llevar a cabo mis ideales de ayuda a los demás y acabe muy desilusionada y desgastada física y emocionalmente.
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Mis sueños de adolescencia, de un mundo mejor se venían abajo, cosas en las que había creído por años ahora eran solo cenizas.
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Tratando de reconstruir mi vida, advierto la necesidad de empezar a vivir para mí, me siento perdida y sin identidad, reconozco que una de las constantes en mi vida ha sido mi travestismo y reconozco la necesidad de aceptarme.
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Ya que pese a los sentimientos de culpa, me doy cuenta de lo feliz y satisfecha que me siento cada vez que asumo mi imagen femenina. Al aceptar mi travestismo empecé a experimentar una liberación. De mis emociones y sentimientos, los cuales, había reprimido por considerarlos femeninos. Ocultos bajo la máscara de una rígida masculinidad.
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Tal vez no una masculinidad convencional. Pues acabe dándome cuenta que había sido un hombre un tanto neutro. También experimenté un deseo, que cada vez cobra más fuerza y convicción, el de vivirme como mujer.
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Al principio esto me confunde mucho, pues yo me consideraba un hombre. Después de algún tiempo, una vez más acudo a terapia. Mi petición, entonces, de la que todavía no me sentía muy convencida, era pedir un tratamiento estrogénico para feminizar mi cuerpo.
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No obtuve las hormonas, pero fui adquiriendo más claridad hasta que un día después de 16 meses. Me redefiní como transexual a los 25 años y sin haber tenido relaciones, ni conocido el amor.
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Problemas ajenos me llevan a cambiar de terapeuta y comenzar mi accidentada ruta en busca de quien pudiera ayudarme en mi propósito de conseguir una operación de “cambio de sexo”.
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Llegué a una institución y de ahí me enviaron a otra y a otra, finalmente llegué a una más especializada en sexología donde me entrevistaron. Salí muy decepcionada, pues me manejan tiempos demasiado grandes y varias objeciones. No obstante, por entonces, la consideré mi única opción. Además de todo, como no tenían espacio, me quedé en lista de espera con la ilusión de que, pese a los obstáculos, mis sueños se verían cumplidos.
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Tenía ya 29 años. Sentía la necesidad de empezar a vivirme como mujer y encontré apoyo en algunos amigos y amigas. Con quienes tengo la oportunidad de tener mis primeras, valiosas experiencias en público.
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Cuando comenté mis planes en casa me encontré con la incomprensión de mi familia lo que me obligó a independizarme. 1996 es un año clave, como lo menciono, el año en que me empiezo a vivir como mujer de tiempo completo.
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Quiero mencionar que después de que había encontrado muchas complicaciones en mi vida a partir de ese momento las cosas parecen agilizarse y resolverse, yo me había resignado a la posibilidad de quedarme sin pareja.
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Me resultaba claro que me seguían gustando las mujeres, los hombres poco me atraían, me resultaba difícil considerar la posibilidad de encontrarme una mujer a la que yo le pudiera gustar, como mujer, por lo que me hacía a la idea de que me quedaría sin pareja.
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No es que no la quisiera, pero no me era prioritario, para mí lo más importante era sentirme primero bien conmigo misma, después me ocuparía de encontrar pareja. Si fuera hombre o mujer era lo de menos, aun no acababa de explorar mi preferencia.
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Y entonces me encontré con Rosario en quien encuentro una pareja para compartir mi vida. Los milagros ocurren. Finalmente después de dos años de espera, soy atendida en la institución a la que me había acercado.
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Después de algunos meses de terapia, el resultado fue decepcionante. Estuve en desacuerdo con la forma en la que trabajó mi terapeuta. No niego que yo tuviera resistencias al tratamiento, pero ya para entonces, me apoyaba en mi formación como psicóloga y en mi experiencia como activista transgenérica dentro de EON. Abandoné ese tratamiento.
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Después tengo la fortuna de entrar en contacto con el Dr. Juan Luis Álvarez-Gayou y con el IMESEX, Instituto Mexicano de Sexología, donde comienzo a llevar mi seguimiento de una forma más adecuada, y continúo mi formación profesional como sexóloga.
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Actualmente muchas de mis dudas e incertidumbres se han disipado junto con la culpa, me siento a gusto y más plena como mujer. Es tanto lo que he aprendido y crecido como persona desde que me acepté, que me llevaría muchas páginas el explicarlo. Por ahora, no lo haré.
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Después, vendrían los años oscuros, de la discriminación, el desempleo y la carencia que me asolarían por veinte años, pero eso es otra historia.

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