El puente, cuento.
Entre viejas cajas, me encontré con este cuento. Lo escribí
hace más de 30 años. Con un estilo que ahora me parece rebuscando y algo
pretencioso, y aunque inconcluso, creo que tiene cierto encanto… Tal vez, si
alguien tiene la paciencia de leerlo y le encuentra algún atractivo, pueda
aportarme algún comentario positivo.
EL PUENTE
Por Evaith Horizont
Era realmente horrible el transcurrir pausado de hora tras hora de aquella
vaciedad interminable. Soportando un tedio en el que, hasta el aire que
respiraba parecía “cargado”. Creando un calor desagradable y abochornante
concomitando en horrido estrés.
La noche ya estaba avanzada. El aire ligeramente húmedo por la lluvia
vespertina, mantenía fresca y clara la noche, hermosa y arrebolada de
estrellas, con una enorme luna, pero Pablo ya no se fijaba en eso. Sentía un
gran malestar. Podría parecer sorprendente lo que un par de cubas pueden
ocasionar en alguien que sólo tomaba un trago de sidra o una copita de rompope
en ocasiones especiales, así que aparte de la carga espiritual, por así
llamarla, Pablo se cargaba una borrachera de estreno que se antojaba a
despedida.
Las calles prácticamente desiertas habían sido testigos de su avance, de los
traspiés sinuosos y las comedidas disculpas dadas a un poste y un auto estacionado
en doble fila, hasta un paso lento y desgarbado. A fuerza de la prolongada
caminata y el sereno, su mente despejaba las nieblas e influjos etílicos.
Los reflectores de luces blancas y amarillentas conferían un aspecto peculiar,
compartido por la noche. Una extraña nitidez, que le hubiera asombrado al
noctambulo, de no ser porque su mente se despejaba lentamente de la embriaguez,
pero no así de la depresión.
Ya algo más “tablas” sus pasos lo llevaron a la determinación otroramente
concebida. Esta era la última. No había razón alguna para desistir o esperar.
Empezó a divisar la parte más alta de la metálica estructura. Sus múltiples
triángulos reflejaban mortecinamente las luces amarillas creando un aspecto de
fluorescencia, fantasmal. La breve cuesta empezó a sofocarlo al llegar a la
cumbre del puente. Estaba desierto, abajo, las aguas fluían velozmente con
negra frialdad, esperando el último paso.
Se detuvo un momento ante las fauces de aquella mole de aceradas costillas.
Respiró hondamente y avanzó con paso cauteloso, pero firme. Se aproximó a la
barandilla de la derecha, apoyado en ella echo un vistazo a la profundidad.
Sería como saltar de un trampolín de veinte metros. El brinco, el rápido
descenso acompañado de la interminable sensación de caída con su cuerpo en
tensión y finalmente, el choque. Abajo, la turbulenta corriente haría el resto.
Procuraría caer lo más verticalmente posible, sería menos molesto. Como no
tenía ni pizca de clavadista con suerte perdería el conocimiento al impactarse en
las aguas.
—Ojalá me desmaye. —Pensó.
Y apoyándose con ambas manos inclinó levemente su cuerpo,
levantó su pierna izquierda encaramándose en la baranda.
—Solo
espero que no esté muy fría. —Pensó.
—Sí... está helada. —Le
pareció escuchar.
Abruptamente sobresaltado y conservando la posición a
excepción del giro de su cabeza buscó el origen y descubrió a la figura sentada
en la baranda opuesta. Cuerpo semi inclinado hacia atrás, cabeza levemente
erguida hacía arriba y de lado. Manos apoyadas sobre la horizontal, piernas
cruzadas por los tobillos, enfundadas en medias color de rosa. Vestido blanco,
mangas descubiertas; cinturón y zapatillas de piso tan negras como la pendiente
cabellera. De entre veinticuatro y veinticinco años aproximadamente, —pensó Pablo.
Tenía el aspecto de universitaria en viernes de fiesta.
—¡Extremadamente helada! —Volvió
a repetirse la tan enfática declaración.— Muuuy fría. —Concluyó finalmente. Bajando la
cabeza de su afán cenit contemplativo y clavando los penetrantes y achispado
ojos en el sorprendido que permaneció inmóvil. Mientras las pupilas negras y
expectantes seguían esperando una reacción en él.
Transcurrieron algunos segundos en el mismo mutismo intercambiando miradas.
Pablo seguía pasmado.
—¡Buenas noches, Pablo! Hermosa
noche para nadar. ¿No crees? —Sonrió inquisitavemente mientras apoyaba su peso
en una mano y la otra iba a descansar sobre su regazo.
Pablo empezó a reaccionar, pero seguía inmóvil, demasiadas
preguntas inundaban su mente en dudosa sobriedad. Resultaba obvio que lo
conocía. Lo había llamado por su nombre y además el trato le parecía vagamente
familiar, pero no lograba recordar. Ciertamente le resultaba extraña. Tal vez,
la amiga de una amiga en alguna fiesta. Pero... le resultaba tan cercana.
Quizás una pariente lejana, eso podría ser. No era precisamente una belleza,
aunque si le resultaba atractiva. Y aquella vaga familiaridad, como una prima o
una... ¿hermana?
—Perdona, ¿de dónde te
conozco. —Aventuró por fin, en un tono amable que le era característico, a
pesar de su incipiente cefalea y la incomodidad de verse sorprendido.
—Bueno, en realidad no nos
conocemos.
—Pero...
—Al menos, no personalmente.
Soy Casifiant.
—¿Casi, qué?
—Casifiant. —Precisó.
—Sabes, no estoy de humor para
bromas, así que...
—No es ninguna broma. —Aseveró
con una seguridad tan contundente que Pablo vaciló.
—¿Quieres explicarme de que se
trata?
—A eso voy, lamento haberte
confundido, pero fue la única forma de llamar tu atención, realmente estabas
decidido a hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Tú sabes. —Sus manos
hábilmente emularon y pre emularon la baranda, el personaje, la situación y la
consumación del drama con un enfático silbido en caída libre. Pablo empezaba a
impacientarse, mientras la sensación de sopor sofocante volvía. Le molestaba el
haber sido frustrado en su intento y le parecía, absurdo lo que ocurría.
—¿Y eso que importa, es mi
vida, es mi decisión. Nadie más tiene derecho a decirme que debo o debo dejar
de hacer. No debiste importunarme. ¿Te sentiste samaritana, fue lastima o
creíste que necesitaba hablar con alguien? Recibir unas palmaditas en la
espalda, un “inténtalo” de nuevo y ya está, otro tonto al río. ¿No? Pues sí, te
equivocaste si crees que voy a dejar de saltar. Estás demente. No necesito ni
tus consejos, ni tu tiempo, ni tu interés y mucho menos que intentes salvarme. —Terminó
finalmente con la faz rojiza por la ira.
—Pero yo sí necesito de ti. —Contestó
suavemente pero firme ella que hasta entonces había soportado aquella andanada.
La ira se desvanecía mientras la cautela asomaba, pues si
algo había en Pablo es que nunca había podido resistirse a un llamado como ese.
—Explícate. –Clamó con
sequedad.
—Lo estoy intentando y si me
permites lo haré mejor. Soy Casifiant —la mezcla de extrañeza e impaciencia volvió
a aparecer en su interlocutor, por lo que agregó al momento meneando levemente
la cabeza con desgano—. Bueno, en realidad me llamo Brunilda, pero nunca me ha
agradado, por eso me llaman Casifiant o “Casi”. El explicar que soy y porque te
conozco no es sencillo, por eso te ruego que seas paciente y razonemos
tranquilamente. ¿Quieres?...
Con una exhalación de fastidio resignado, Pablo responde.
—Está bien pero me parece una
pérdida de tiempo.
—Bueno, como sabemos eres muy
escéptico, empecemos haciendo suposiciones ¿Si yo te dijera que soy una hada
que me dirías?
—¿Empiezas de nuevo?
—Solo estaba suponiendo,
vamos, ¿qué dirías?
—Qué estás loca o me estás
tomando el pelo.
—Bien, entonces no te lo diré.
Segunda pregunta, pero antes te recuerdo, has gustado del debate de argumentos
y eres persona de amplio criterio, bien. ¿Por qué no crees que existan las
hadas?
—Absurdo. —Dando media vuelta
y encaminándose a la baranda.
Incorporándose rápidamente.
—Espera, consentiste en
esperar y esto es muy importante para mí. —Pablo se detuvo y giró lentamente.
—Puede que te parezca tonto,
pero no lo digas, ¡demuéstramelo! ¿Por qué no han de existir las hadas?
—Es absurdo.
—Eso no es lógico...
—Son sólo personajes
imaginarios de cuentos infantiles, eso y cosas como la “varita de virtud”,
ningún niño de diez años lo creería.
—¿Por qué?
—Porque creer en ese tipo de
magia y en virtudes en estos tiempos es absurdo, esas cosas no suceden en la
realidad.
—Buen argumento, mi turno.
Hace seis meses, veías televisión y presenciaste como un tipo vestido de
smoking, desaparecía un avión, ¿cierto?
—Pero eso es un truco. Los
magos siempre emplean trucos. Yo una vez compré un par de trucos en un puesto
callejero y los llegué a dominar tan bien, que engañé a varias personas.
—Bien, entonces suponemos que
siempre hay un truco o engaño en la magia.
—Así es. Es una ilusión. Una
recepción errónea en nuestras percepciones que provocan la ilusión de que algo
que estaba, desaparezca, cambie o viceversa.
—¿Sabes cómo desapareció el
avión?
—No, en realidad, pero...
—¿Entonces como afirmar que se
trata de un truco?
—En la realidad nadie puede
desaparecer cosas, no se puede anular la materia. Se trata de una ilusión, ya
lo dije.
—Muy bien, se trata de una
ilusión. —Concluyó también, para agregar—. Pero aún ignoras como lo hizo, ¿no
es así?
Ligeramente malhumorado Pablo consintió.
—Pues sí, un truco de esos es
muy elaborado, pudieron ser espejos, rampas ocultas, hipnosis colectiva, que sé
yo.
—¿Y no te gustaría saberlo?
—Claro que me gustaría.
—Si tuvieras la oportunidad de
hablar con ese mago. ¿Crees que te lo diría?
Pablo sonrió levemente.
—Jamás.
—¿Por qué? —Inquirió
retóricamente.
—Porque los magos nunca
revelan sus secretos, el chiste de sus trucos es crear la ilusión de que algo
que no puede ser está ocurriendo, que algo que es imposible que ocurra mediante
las leyes de la naturaleza se produzca, gracias a la obra de un poder llamado
magia, que de alguna forma anula o manipula las leyes naturales, haciendo
posible el cambio.
Cuando un espectador descubre o averigua cual es el truco,
la explicación racional demuestra cómo se llevó al cabo el engaño a nuestros
sentidos, mediante la manipulación de objetos totalmente reales. Por lo que la
idea del supuesto poder o magia se viene abajo, con lo que la ilusión
desaparece.
—Magnífico, una explicación
genial, pero entonces mientras ignoremos como se llevó al cabo el truco, la
ilusión persiste y por ende, el acto mágico. ¿Es así?
—En efecto. Además, sabemos
que desde la antigüedad el hombre idolatraba todo aquello que no podía
comprender, suponiendo entonces la manifestación de entidades mágicas. Pero
conforme la ciencia iba avanzando se descubrieron las causas de los fenómenos y
dejaron de ser un misterio.
—Pero hay que reconocer que
hay ciertos avances de la ciencia y la técnica que nos llegan a asombrar y aún
a parecer cosas de magia aunque conociendo la perfecta explicación. —Aventuró
ella.
—En eso tienes razón, como el
hecho de que una gigantesca mole de metal pueda surcar los cielos.
—Y si estas cosas llegan a
asombrar al hombre medianamente instruido que podemos esperar de pueblos en un
estado primitivo. Les resultaría a ellos, como a los antiguos, producto de la
magia y el encantamiento los avanzados descubrimientos de la ciencia y la
tecnología.
—Sería necio negarlo.
—Hay cosas que el ser humano
aún ignora. ¿Por qué crees en la existencia de ovnis?
—Nunca he dicho que crea en su
existencia.
—Pero tampoco lo has negado
realmente. ¿Por qué?
Rascándose levemente la cabeza, Pablo contestó.
—Mmmm. Considero que tienen
una explicación razonable, que son productos tecnológicos, aunque no
necesariamente hechos por el hombre.
—Pero no sabes, quién lo hace.
—No, pero es obvio que otros
seres inteligentes pueden ser los autores.
—Pero no estás seguro.
—Bueno, no... pero considero
que goza del beneficio de la duda.
—¿Cómo es eso?
—Sucede que no hay elementos
suficientes para probar su existencia, pero admito que hay indicios que no
pueden ser totalmente explicados.
—Es decir que no puedes decir que
exista, pero tampoco que no exista.
—¿Contundentemente? No.
—Bien, ¿Por qué no podríamos
sostener el mismo criterio para las hadas?
Las cejas de Pablo se arquearon mientras sus ojos se elevaron en señal de
impaciente resignación, por lo que fue rápidamente tranquilizado.
—Recuerda que sólo estamos suponiendo.
Contesta por favor.
—Los ovnis
son más fáciles de aceptar, porque hay múltiples hipótesis que nos dan la
posible explicación, pero en todos los casos, serían producto de inteligencia y
siguiendo las leyes naturales, aunque basados en conocimientos que aún no
conocemos. Es algo como lo de los magos, sabemos que hay truco, aunque no
sepamos en que consiste.
—Es decir, que por no estar
basados en conocimientos científicos no podemos aceptar la existencia de las
hadas.
—Más o menos, en realidad la
idea de que fuera posible sería, válgame la expresión, “encantadora”, de niño
me gustaban los cuentos de hadas. Cuando aparecían cosas de la nada o la
calabaza transformada en carroza, cosas como esa.
Pero si antes creíste, ¿por qué
no podrías creer ahora?
—Entonces era un niño y muy
ingenuo.
—No es cuestión de ingenuidad,
sino de anhelo y de fe.
—Bueno, sea lo que sea, es
algo totalmente inverosímil.
—¿Y si fuera algo como lo de
los platillos voladores? —Enfatizó discretamente—. Por ejemplo un acto de
desaparición como los de los cuentos. Si de repente me vieras aparecer de la
nada, o aparecer cosas que no estaban ahí, ¿supondrías que hay un truco verdad?
—Sí, tendría que haberlo.
—¿Y si no encontrarás el
truco, pensarías que se trata de una ilusión, es decir, “magia” al menos entre
comillas, como lo hemos estipulado.
—Sí así es. —Asintió
forzadamente.
—¿Y te sería más fácil
aceptarlo si tuvieras alguna posible explicación del fenómeno?
—Mmmm, tal vez.
—Bien. Especulemos sobre el
objeto que esta sobre la baranda a tus espaldas. —Enfatizó a la vez que
señalaba con el dedo. Pablo volteó y descubrió sobre la baranda de la que había
bajado un pequeño objeto. Se acercó cautelosamente y tómole entre sus manos.
—Es una clepsidra, un reloj de
agua, estuvieron de moda hace algunos años. No había visto una así desde
entonces. —Dijo Pablo mientras con momentánea fascinación observaba el fluido
azul. Agregó— que curioso que no la haya visto, ¿dónde la conseguiste?
—La tomé de tu librero.
—No, imposible.
—Porqué, tenías una así, ¿es
verdad?
—Sí, tuve una, pero un día se cayó
y se rompió, está se le parece mucho.
—Me la permites.
—Seguro. —Se la extendió. Ella
la observó con detención para afirmar.
—Podría asegurar
que es la tuya.
—No puede ser te dije que la mía
se rompió, se hizo añicos. —Replicó con desgano.
—¿Cómo? —Enfatizó en fugaz
incredulidad—. ¿Así? —Déjola caer. El sonido del cristal inundo el espacio
cuando el frágil objeto se estrelló desparramando pequeños fragmentos
cristalinos. Pablo que había seguido la fugaz trayectoria, estaba perplejo,
atónito, se agachó y sus dedos palparon aquel fluido derramado entre trozos de
cristal. Contemplo lentamente su mano humedecida y levantando la vista a su interlocutora,
carraspeo la pregunta, mientras se erguía. Sin quitarle la vista de encima.
—Pero... ¿Porqué?
—Nada tan efectivo como una
demostración real. ¿No te parece? —Enfatizó con un movimiento de cabeza.
—Pero no era necesario...
Destruir una pieza así... es... es...
—Vamos no es para tanto.
—¡Cómo que no! Era una pieza
muy bella y relativamente antigua, ya no las hacen en la actualidad, lamenté
mucho el día que perdí la mía. Me costó mucho trabajo el obtenerla.
—Sí, lo sé. —Contestó
tranquilamente mientras dando un paso atrás extendió la mano izquierda
sosteniendo nuevamente la pequeña clepsidra—. Sé del aprecio que le tienes, —musitó,
mientras esbozaba una leve sonrisa ladeando la cabeza. Pablo miró el objeto en
la mano que se extendía hacia él. Automáticamente miró al piso, buscando los
fragmentos que hacía un momento había palpado. Se agacho, escudriñando el área
con ambas manos, a pesar de que el área gozaba de una buena iluminación, pero
sus dedos no encontraron nada. Corroborando el examen visual, ni pedazos, ni
astillas, ni líquido. Instintivamente observó las palmas de sus manos buscando
aquella sustancia azulosa que había mojado sus manos momentos antes, pero no
encontró rastro absoluto. Irguiose lentamente para observar a su interlocutora
y el fluido que en su recipiente original llamaba poderosamente la atención. La
observó desde varios lados sin atreverse a tocarlo.
—Vamos, tómalo —Apresuró
gentilmente su tenedora no te hará daño.
Pablo se aventuró por fin, la solidez se hizo palpable, en
sus dedos. La manipuló mientras la observaba de cerca. Volviose a agachar
mientras realizaba un nuevo registro táctil, para erguirse poco después, un
tanto consternado. Con la clepsidra todavía en mano. De ahí la tomó nuevamente
su interlocutora que siguió argumentando.
—¡Sorprendido, verdad!, pero
ahora especulemos sobre un acto de desaparición algo más complejo. —Dijo,
mientras ocupaba su lugar original en la baranda—. ¿Qué pasaría si como en los
cuentos desapareciera. —Inquirió sutilmente—. Pablo no atinó ciertamente a
responder, cuando la voz llego a sus espaldas.
—¿Sería interesante verdad? —Pablo
giró rápidamente, primero hacía la voz, descubriendo a su misma interlocutora,
esta vez en la baranda opuesta e instantáneamente miró al lugar anterior que
ahora permanecía vacío, repitió un par de veces la breve inspección visual más
por reflejo que por afán observatorio, concluyendo con el mismo resultado:
baranda anterior vacía, segunda baranda ocupada. Sí, ocupada por aquella femina
sonriente en idéntica posición a la ocupada anteriormente. Recuperándose de la
primera impresión. Pablo se dirigió a la primera baranda. Siempre bajo la
condescendiente mirada de su observadora. Palpó la baranda con ambas manos,
extendió los brazos en el espacio circundante como el ciego que tantea la
materialidad de su mundo invisible. Miró hacía arriba, a la izquierda, a la
derecha y finalmente hacía abajo, pero la negrura del abismo se mostró
inmutable, expectante. Pablo volvió sobre sus pasos a su primer punto de
partida, a la mitad del camino entre ambas barandas, volvió a mirar ambas
posiciones y se dirigió de nuevo a aquella sonrisa complaciente que sin
perderse le instó.
—¿Y bien? —Indagó con
incipiente triunfo.
—¡Interesante! Mencionó Pablo
con incipiente asombro.
—Me alegra que lo encuentres
interesante. —Y apuró gentilmente—. ¿Qué más puedes decir?
—No encuentro espejos, cables,
rampas o algo parecido.
—¿Tal vez sólo te rodee sin
que te dieras cuenta? —Sugirió en mezcla de ayuda, travesura y genuino interés.
—Imposible —replicó Pablo
divertido y en extremo contrariado, muy a su pesar—, primero. Hay más de ocho
metros entre lado y lado, y aunque no te hubiera visto, nadie es tan rápido,
para cruzar esa distancia, primero, y permanecer tan sereno al mismo tiempo. Segundo.
Escuché la voz a mis espaldas antes de perderte de vista en la otra baranda.
—Tienes razón. —Afirmó la voz
a sus espaldas—. Por reflejo, Pablo volvió a girar para encontrar que su
interlocutora había vuelto a su posición original, desapareciendo de su última
posición con igual celeridad. Reaccionando más rápido, Pablo corrió hacía la
baranda vacía. Repitió rápidamente su examen. Se movió entonces hasta un punto
intermedio en el puente. Movió la cabeza negativamente y se dirigió de nuevo a
su observadora.
—No encuentro el truco, pero
tiene que haberlo.
—¿Por qué?
—Porque es imposible,
simplemente no puede ser.
—Pero puedes aceptar que hubo
un cambio ¿verdad?
—Pues sí, pero de que hay
truco, hay truco. ¿No tendrás una hermana gemela? —Aventuró a decir en un
irreflexivo y desesperado intento de explicación.
—Hasta donde yo sé, no. Pero
si no encuentras truco, porque sigues creyendo en su existencia.
—El hecho de que no lo
encuentre, no significa que no exista, tiene que haber truco, lo sé, de otra manera,
lo que hemos presenciado resultaría físicamente imposible. --Concluyó con
contundencia.
—Bien, me podrías explicar
entonces ¿cómo es que puedes creer en un truco cuya existencia te resulta
imposible probar y niegas toda posibilidad del “acto mágico” que viste y has
probado?
—Bueno… —Empezó Pablo
visiblemente consternado—. Mmmmm. Supongo que… el sentido común… Es el
conocimiento generado… Es decir… La experiencia y nuestro conocimiento actual
del mundo, que se deriva en reglas físicas generales… Nos indica que tal cosa…
es imposible.
—Vamos ese argumento no tiene
mucho apoyo o base lógica ¿verdad? Tu persistencia en la existencia de un truco
que no puedes demostrar para justificar algo que físicamente no puedes aceptar,
pero que ha sucedido, resulta tan falto de lógica como mi creencia en la
existencia de una magia que nunca has presenciado, pero que obedece al intenso
deseo general de creer. Sin embargo, te empeñas en creer en el truco y descartas
la magia ¿por qué? —En vano Pablo intentaba armar un argumento, pero antes de
lograrlo y mientras continuaba atónito e incómodo—. Pero si te empeñas en creer
en el truco y aceptar que es posible un hecho sorprendente basado en un
conocimiento que desconoces, pudiera parecer mágico como lo eran para el hombre
primitivo los fenómenos naturales… Te podría dar elementos de apoyo.
—¿Cuáles? –Inquirió en el
acto.
—Qué tal si la transferencia
espacial que has visto, se debe a un proyecto científico radical que puede
realizar cambios tiempo espaciales, mediante la desintegración y posterior
reconstrucción de la materia a su forma original. Y entonces, resulta que yo
soy una científica rusa, y momentos antes de contactarte, me encontraba
haciendo una prueba del equipo en mi laboratorio subterráneo en las afueras de Moscú.
¿Podrías aceptar entonces que lo que presenciaste ocurrió realmente y que lo
que te pareció un acto mágico entre comillas, como lo establecimos, se debe a
un conocimiento científico? Dime ¿Podrías aceptarlo entonces? —Concluyó su
elocuente alocución, manteniendo un aire de solemnidad.
—Es probable. —Contestó, Pablo
sorprendido ante su propia respuesta y considerando la enormidad de las
implicaciones. Reanudando la respiración contenida, su interlocutora continuó
con sus argumentos.
—Ahora lo aceptas como
posible. Has presenciado un acto mágico. Participaste en él… ¿Puedes creer? —Inquirió
y adquiriendo un tono más suave—. Necesitas creer. –
Meditabundo por algunos instantes. Pablo aventuró
cautelosamente.
—¿No tienes un laboratorio a
las afueras de Moscú?
—Mmnnn. —Fue la respuesta,
acompañada de un leve movimiento de cabeza.
—¿Y no eres una científica
rusa haciendo un experimento radical? —El movimiento de cabeza negativo se
repitió antes de agregar.
—Ni siquiera hablo bien el
ruso.
De nuevo el silencio se hizo dominante durante algunos minutos, en que ninguno
se movió, ni dijo nada. Fue la voz femenina.
—Y bien. ¿Convencido? ¿Qué
piensas ahora?
—Bueno… Pienso que… Estoy
borracho… y estoy sufriendo alucinaciones. –Fue la respuesta lacónica de un
Pablo absorto en sus propios pensamientos.
—¿Quién eres? —Inquirió Pablo,
después de una silenciosa y larga pausa, una vez que su hubo convencido de que
“su alucinación” no se desvanecería espontáneamente.
—Casifiant. —Fue la respuesta—.
Puedes llamarme Casi. ¿Te has convencido ahora?
—No estoy tan seguro, pero
puede fingir, suponer, imaginar que eres real y una vez que averigüe, quién
eres, qué eres y qué pretendes, podré librarme de ti.
—Puedes intentarlo.
—Además, no siempre se tiene
la oportunidad de conversar lucidamente con una alucinación.
—Bueno, ignoraré tu última
observación, por lo menos hasta que acabe de convencerte.
—De acuerdo. —Concilió Pablo. —Continuemos.
Se supone que eres un hada. ¿No es así?
—Sí en efecto, estamos
“suponiendo” que lo soy.
—Momento, momento. ¿Eres o no
eres un hada?
—¡Bueeenoooo!... En realidad
soy algo muy parecido… no exactamente un hada.
—Pero entonces… —Aventuró
Pablo contrariado.
—Permíteme explicarme.
¿Quieres? —Tranquilizó de inmediato—. Te hablé de las hadas porque es algo que
te resulta conocido, y en muchos sentidos, es muy próximo a mi verdadera
definición. La cual, te hubiera resultado más difícil de aceptar. Y si el
aceptarme como hada, te ha costado trabajo, mas, te hubiera tomado el aceptar algo
que desconocías por completo.
—¿Qué tratas de decir?
—Mira, Pablo, te sorprendería
saber la cantidad y la variedad de entidades que se encuentran rondando por el
mundo.
—¿Entidades?
—Sí, “entidades”. Entendamos
por ello, y a manera provisional, a seres inteligentes, diferentes de los
humanos, y sujetos a otras leyes físicas. Algunos tan diferentes en todo
sentido a los seres humanos y otros, con algunas similitudes, como yo, por
ejemplo.
—¿Pero entonces, qué eres?
Nos hacemos llamar “Mirras” y
en cierto sentido, somos muy parecidas a las hadas de los cuentos. La verdad,
es que se nos dan tantos nombres, que a veces preferimos llamarnos hadas. Es
más simple así…
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